sábado, 19 de septiembre de 2009
DE XABER A XAVIER ZUGARRONDO
Toda gran urbe es un mapa de posibles, una ejecución en cada una de sus calles y plazas de nuestros deseos más recónditos. Una gran urbe es forzosamente muchas a la vez, pues sus habitantes pertenecen a una historia comenzada bien antes de su fundación, burilada en los metales ancestrales del aluvión de razas que, por misteriosas razones permanecidas siempre ignotas, constituyeron en un pasado sin nombre su lugar preciso. Algo que Xaber tuvo buena ocasión de corroborarlo en más de una de sus visitas a la gran urbe del Rio de La Plata. ¿No era Buenos Aires una ciudad de ciudades, un espacio exacto en el mapa de los deseos acondicionado por los demiurgos del tiempo, para que él, Xaber, por fin esta vez u otro Xaber en otro punto del espacio-tiempo otra vez pudiesen realizar lo mismo, mejor, desearlo como lo igual, como lo igual de ser no ya solo Buenos Aires sino a la vez Tánger y Madrid y Paris y San Sebastián, alternativamente cada uno de los posibles que constituían esas ciudades a tenor de las calles y avenidas por las que deambulaba? Sí, una ciudad que lo era todas sin ser ninguna en especial: un mapa por leer de sus deseos. No era por cierto la primera vez que Xaber recorría las calles de la ciudad de los muertos de la gran Capital del Sur. En realidad su visita a La Recoleta en aquél atardecer gris y desabrido de otoño austral no era sino un a modo de pasatiempo antes de acudir a la cita en el exclusivo restaurante Nectarine,, en la cercana Avenida de Vicente López, con Gabriel Beloki, un verdadero santo y seña de la Sociedad Rural, empresario farmacéutico de pro y Presidente del Colegio de Farmacéuticos de la Provincia de Buenos Aires, Decano de la Facultad de Farmacia de la UBA, senador por la Provincia de Buenos Aires por la Unión Cívica Radical; en suma, un prototipo de vasco argentino triunfador en quien retoñaban tres generaciones de la cepa navarra que casi un siglo antes don Eustasio Beloki, fugitivo de la última guerra carlista, trasplantara en la tierra sin confines de la Pampa argentina. El inminente encuentro con un personaje de cuya capacidad de generar aburrimiento tenía sobrados indicios y en quien percibía tal vez con excesiva nitidez los modales y el discurso salpicado de dejes clericales que con frecuencia había observado entre los vascos cultivados, unido a la hastío que paulatinamente le había ido invadiendo los últimos días de su estadía en Buenos Aires sumiéndolo en una suerte de nebulosa, todo ello hizo que se demorase aturdido entre los panteones y mausoleos, cuya inscripciones deletreaba negligentemente. Obscurecía ya, y la neblina se desprendía del Río de la Plata ganando los mismos muros del emblemático cementerio. Sin duda el horario de vistas estaba por terminar, así que lentamente dirigió sus pasos hacia la entrada principal del cementerio sobre la calle Junín musitando al desaire nombres y apellidos de próceres y de hijos ilustres de la Patria, cuando en un recodo dio en un hondón entre dos mausoleos que figuraban sendas dolorosas, tras de las que se elevaba una vaga torre gótica. No se trataba sin duda de una cavidad abierta para una nueva fosa sino sorprendentemente de una escalera encubierta entre las matas y hierbajos y que en forma de caracol se cerraba en una abrupta bajada. Reparó en que los peldaños eran en realidad metálicos, resbaladizos y viscosos por debajo de la capa de tierra que los cubría. Las paredes de la cavidad parecían asimismo ser de planchas metálicas. Exactamente como él recordaba los muros de la estación de metro Saint Michel junto al Seine en el Barrio Latino, en la que el ramal del subterráneo había sido abierto a gran profundidad por debajo del lecho del río. Bajó con precaución cosa de algunos minutos, luego de prender una de esas pequeñas linternas que hacen las veces de bolígrafo o a la inversa, asiéndose de un herrumbroso pasamano. La mugre cubría los peldaños, aquí y allá salpicados de coágulos de sangre resecos sobre los que se había esparcido profusamente aserrín. Al llegar a una suerte de rellano, atisbó un corredor angosto en el que reinaba un sordo bullicio. A ambos lados del mismo, catres medio cubiertos por burdos sacos de esparto cubrían parcialmente unos cuerpos desnudos, cuyos semblantes lívidos se asomaban mostrando sus ojos yertos de un brillo ambarino. Conjeturó que se trataba de cadáveres depositados por alguna razón precipitadamente allí, luego de serles acaso practicada la autopsia. Desfiló lentamente, horrorizado, por delante de los catres. Por momentos aquellos cuerpos daban todavía señales de vida con movimientos espasmódicos, pero en seguida eran rematados a golpes y patadas por una especie de enfermeros que a la manera de guardianes flanqueaban inmóviles cada catre. Sordos murmullos y rumores salían de sus gargantas como un desesperado intento de articular algún sonido inteligible-quizá un último llamado de auxilio desesperado-, y retumbaban amplificados en los muros rezumantes de humedad. Un olor pestilente se exhalaba de ellos. Algunos cuerpos volvían indiscutiblemente a la vida para retornar de seguido al estado cadavérico a tenor de las golpizas que, como si fueran muñecos de goma, con unos mazos les propinaban los guardianes. Una masa gaseosa los envolvía para seguidamente emanciparse totalmente de ellos adquiriendo una suerte de independencia espectral. No alcazaba a corroborar quién de ellos era realmente un cadáver y quién no. Algunos no eran ya sino una masa fluorescente. Ciertos cuerpos que extendían desesperadamente los brazos entumecidos hacia él le recordaban vagamente a seres vivos conocidos. Trató en vano de precisar los rasgos de alguno de ellos. El olor a podredumbre le asfixiaba De súbito, una luminosidad azulada atrajo su atención hacia el fondo del corredor. Se encaminó hacia ella. Aquella luz dulce le deparaba inexplicablemente la confianza y la paz a un tiempo de que se sentía privado, dubitativo ya de si él mismo no estaba en trance de transformarse en uno de esos cuerpos que se debatían no entre la vida y la muerte sino entre diversos una intensidad imprecisa de diversos estados de descomposición física, sin duda más cercanos a la muerte y a su poder de destrucción que a la vida, o de si, en cualquier caso y por motivos para él desconocidos, le estaban reservadas a su cuerpo inminentes pruebas vejatorias, las cuales barruntaba con espanto iban a amenazar su integridad de ser viviente haciendo de él una pertenencia de aquellos horripilantes guardianes. La luz azul, imprecisa en un primer momento, se iba intensificando a medida que se aproximaba a ella sin perder por ello un ápice de su dulzura. En aquel imperio de la muerte en el que tan solo reinaban su absoluto poder de destrucción, las más eminentes capacidades de mutación y de perpetuación de la materia librada a sus maquinaciones más irreprimibles y execrables, a tal punto que ninguna estructura corporal parecía capaz de configurarse y adoptar un aspecto estable, era plenamente consciente de que el breve fragmento de vida que encerraba su cuerpo era ya provisorio, sujeto, no lo dudaba ya, inminentemente a la destrucción más abyecta. La sensación le invadió al acercarse al foco resplandeciente de que se desvanecía en vastas lejanías, en mares ignotos de mercurio y de azufre. Épocas y seres desfilaban raudas ante sus ojos En un instante creyó vivir una vida infinita y, sin embargo, cuán próxima y conocida. Sobre los muros verduscos se distinguían imágenes de animales y de enseres de eras largo tiempo periclitadas, extraños rituales de sacrificio, escenas de caza, cataclismos e inundaciones. Distintas especies de seres con catadura humana desfilaron ante sus ojos como los cuadros expuestos en la galería de un museo. Una suave duermevela se apoderó de él en la que el tiempo pareció detenerse. De súbito, el haz luminoso se tornó más claro, pasando paulatinamente a un tono rojizo, después a rubio leonino. Como agitado por un extraño viento se mecía en el aire que, cálido, llegaba de alguna abertura en lo alto. A medida que iba acercándose, pudo precisar los perfiles del bulto luminoso. Un esbelto cuerpo de mujer envuelto en un albornoz de finísima muselina que dejaba transparentar las más delicadas y deliciosas formas le hacía señas de que la siguiese hacia arriba, hacia algún punto en lo alto, en donde oscilaba una llama amarillenta. Sus cabellos de un rubio dorado flotaban calmosamente como las alas de un águila. No podía distinguir su semblante, tan solo sus sueltos cabellos ondulantes como una hoguera que lo convocaban a proceder al ascenso como un fantástico señuelo. Se deslizaba como una sonámbula por las escalinatas que subían formando una escalera de caracol. Fue tras ella y, cuanto más ascendían, más tenue se iba haciendo su resplandor, y más intenso el llamear de allá arriba. Ya estaba por alcanzarla, cuando un brazo de blancura marfileña emergió de la vestimenta de muselina haciéndole señas de que se le acercase, al tiempo que el cuerpo se arqueaba delicadamente en un quiebro, perezoso y ceremonial a la vez, casi versallesco, y unos ojos de un azul intenso se posaron en el dejándole transido de un frío glacial
-¡Así que tú eres mi muerte! -exclamó Xaber.
Una llamarada amarillenta iluminó espectralmente por un instante el semblante perfilado de Gabriel Beloki quien empuñaba un elegante candelabro.
-Pero, hombre, Xaber, ya le dábamos por perdido, llevamos una hora esperándole a usted, Esther y yo. Menos mal que conociendo sus gustos mortuorios sabía que habría de encontrarle aquí…Pero, ¿qué diablos hacía allá abajo, en esa fosa? Esta usted totalmente embarrado,….
-¿Una Fosa? Bueno… no, exactamente. ¿Esther? ¿Una cena en Nectarine? Lo siento pero…: la verdad, no estoy muy presentable que digamos después de este…
-A mi esposa, le va a tener sin cuidado su aspecto, querido Xaber, después de todo lo que le he contado de usted. Además está usted hecho un jatorra como siempre y ese saco classic Sueder Blazer tan deportivo le sienta muy bien. Los trajes de etiqueta ya no están de moda: a cada día su afán. -dijo con fingida resignación señalando su imponente jacket clásico. Vamos, ya le prestarán unas zapatillas en Nectarine para que se sienta más cómodo. Por lo demás tampoco es una cena de etiqueta. Pero no hagamos esperar a Esther, aunque no está mal que por una vez sean ellas quienes esperen un poco, ¿no le parece?... El servicio de vigilancia del cementerio nos aguarda…Tuve que inventar mil excusas para que me dejasen entrar. –y, al pasar junto al mausoleo de Sarmiento, se detuvo un instante, lanzó ojeadas de soslayo al broncíneo cóndor, y, luego de extinguir con soplidos bien calculados las tres llamas del candelabro, que hasta entonces había mantenido alzado sobre los dos haciendo pantalla con el brazo izquierdo para protegerlo de los golpes de viento, arreció el paso hacia la entrada del cementerio sobre la Avenida Vicente López.
Xaber tuvo una vez más ocasión de corroborar que Gabriel Beloki era un hombre sin lugar a dudas precavido y circunspecto pero no por ello menos desconcertante.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario